Una sociedad sin término medio
16.03.11 - 00:01 - ZIGOR ALDAMA | SHANGHAI.
La sociedad nipona no conoce el término medio. Es de una homogeneidad pasmosa o de una excentricidad que asusta. A la mañana de un día laborable cualquiera, las estaciones de metro se convierten en el lugar más aburrido del mundo: escupen un chorro interminable de ejecutivos silenciosos cuya única diferencia está en el tono de su corbata, y de mujeres cuya falda, siempre de color apagado, jamás se atreve a trepar por encima de la rodilla. Los domingos, sin embargo, en el barrio tokiota de Harajuku se vive una explosión de color y de transgresión estética: los jóvenes nipones marcan tendencia y crean tribus urbanas que luego se expanden por el resto del planeta; lolitas, góticos, 'superpijas', y un etcétera infinito. Tan extravagantes todos que ya no llaman la atención.
Aunque estos dos colectivos parecen antagónicos, comparten muchos más elementos de los que los separan. Se demuestra en el metro, donde ambos coinciden en sus desplazamientos, ya sea hacia el trabajo, considerado por los japoneses como lo más importante de su vida según estadísticas oficiales, o de camino a los lugares de ocio. Todos están enganchados a los últimos 'gadgets' tecnológicos, pero no se oye un solo pitido ni una palabra más alta que otra.
Las normas se cumplen a rajatabla porque, como apunta a EL CORREO Suzuki Kensuke, sociólogo de la Universidad Internacional de Tokio, «la rebeldía de la juventud no tiene nada que ver con la occidental. Es cívica y no pretende una ruptura radical con las normas establecidas». Así, aquellos a los que un occidental tacharía de peligrosos macarras por su aspecto no dudan un segundo en ceder su asiento a un anciano y siguen al pie de la letra todas las indicaciones. Ni siquiera suben las escaleras por el lado de bajada.
Buena muestra de esta dualidad es Hitomi Masako, que perfectamente podría ser la versión en femenino y con ojos rasgados del Doctor Jekill. De lunes a viernes luce pelo negro corto y viste traje clásico de Dolce Gabbana para acudir a su trabajo como secretaria en una multinacional con sede en Ginza, uno de los distritos más lujosos de la capital. Pero sábados y domingos la melena le crece y se torna blanca. Es el contraste necesario para lucir el atuendo negro que la identifica como una gótica pura. La amenazadora calavera metálica que cuelga de su cuello no concuerda con la timidez de sus ademanes ni con su voz dulce. «Nuestro aspecto es siniestro, pero no mordemos a nadie. Soy yo misma todos los días y no cambio mi comportamiento cuando me mudo de ropa».
Meca de la pornografía
En el imaginario colectivo, Japón aparece como un país de autómatas regido por estrictas convenciones sociales. Y lo es. El país del Sol Naciente es sinónimo de una seriedad y una meticulosidad que rayan a veces en lo absurdo, pero que consiguieron convertir a un país que había quedado en ruinas tras la Segunda Guerra Mundial en una superpotencia económica símbolo de calidad y vanguardia.
En esta ocasión, frente a la tragedia provocada por el maremoto y posterior tsunami del viernes, los 126 millones largos de japoneses han vuelto a dar una lección al mundo. Nada de pillajes, ni desbandadas, ni oportunistas que hacen negocio con bienes de primera necesidad. Lo que abunda son colas bien ordenadas, calma en las evacuaciones, compañerismo y empresarios honrados que mantienen los precios. Que Japón no es Haití, ni Chile, ni China no era ningún secreto, pero ahora su distancia sobre estos países se agranda.
Pero no todo es de color de rosa. La estricta jerarquía social convierte al país en una olla a presión que busca en su círculo más privado una válvula de escape. «Tenemos necesidad de mostrar nuestros sentimientos. Es una especie de explosión interna incontrolable. Algunos lo escenifican con ropa llamativa, otros necesitamos gritar en un tablao», asegura Mina Takeuchi, estudiante de flamenco de Yokohama.
Dedicadas a la familia
Otros van un poco más allá. Para descubrirlo basta con seguir el rastro de los ejecutivos encorbatados cuando, allá por las diez de la noche, abandonan sus oficinas y dejan que las mujeres, cuyo rol en la sociedad está todavía muy lejos del que han logrado las occidentales, se vayan a casa a preparar la cena o cuidar de los hijos.
Se llenan entonces los bares de los que luego salen a cuatro patas, y los 'sex-shop', algunos de varios pisos, bullen de actividad. Allí satisfacen fantasías que ni siquiera podrían mencionar a los amigos. De ahí que Japón se haya convertido en la meca de la pornografía extrema, esa en la que no faltan violaciones, sexo con menores, necrofilia o zoofilia. Todo, o casi todo, es simulado, pero luego tiene su reflejo en la vida real. Los bares 'meido' son un buen ejemplo: aquí vienen hombres para que mujeres vestidas con sensuales trajes de sirvienta les den de comer, incluso a la boca.
«Las largas jornadas de trabajo y la rigidez de la jerarquía familiar provocan el mayor índice de soledad y depresión del mundo. Quienes no encajan a la perfección en alguno de los cánones establecidos son inmediatamente marginados, por eso la mayoría opta por aparentar», asegura Kensuke. Ahí residen algunas de las razones por las que Japón cuenta con uno de los índices de suicidios más altos del mundo, y hasta con un colectivo de adolescentes, el de los hikikomori, que se encierra en su cuarto y se aísla por completo de la sociedad salvo por el contacto que le proporciona Internet.
Es difícil combinar el país más avanzado en lo tecnológico con unas costumbres que, en ocasiones, echaron el ancla hace siglos. Las aspiraciones de Miyuki y Ashima, dos jóvenes de 17 años que se han acercado, vestidas con el tradicional kimono, a un templo de Kioto para buscar suerte en su acceso a la universidad, representan las de muchas mujeres: un buen marido, preferiblemente con un sueldo generoso, una pareja de retoños que cuidar y una casa estructurada a la forma tradicional en la que esperar a su hombre.
Representan a la mayoría de mujeres niponas, que después de recibir una educación excelente abandonan su vida laboral para dedicarse a la familia. «Queremos experimentar la vida laboral, pero casarnos hacia los 25. En el trabajo nunca llegaremos lejos, así que mejor tener una vida cómoda y hogareña». Eso sí, tienen claro que hay que probar de todo antes de elegir. «Hasta que nos casemos, tendremos varios compañeros sexuales».
Sin duda, la sociedad nipona es un enigma difícil de descifrar para el extranjero. Encaja bien en el concepto chino del yin y el yang. Pero, en cuanto el país lo necesita, ya sea para invadir países durante la Segunda Guerra Mundial o hacer frente a un tsunami, Japón abandona los colores para unirse y hacer fuerza.
http://www.eldiariomontanes.es/v/20110316/internacional/destacados/sociedad-termino-medio-20110316.html