terça-feira, 17 de maio de 2011

Los iconos sexuales de la época romana

Los iconos sexuales de la época romana

Por Ignacio Monzón, 25 de abril de 2011

Hermes itifálico
Gracias a las múltiples producciones televisivas y cinematográficas el gran público ha forjado una imagen muy alterada de cómo fue la Roma imperial. Orgías y banquetes pantagruélicos eran escenario de una sexualidad sin tapujos tal y como nos ilustran de forma tan cruda las pinturas de Pompeya, Herculano y Stabia. De esta forma se pretendía, incluso, explicar el declive del gran imperio y el derrumbe de su civilización. Por supuesto hace ya décadas que esta visión tan sesgada y pobre se combate con las armas de la razón, valorando las relaciones carnales humanas bajo una perspectiva más seria y con menos prejuicios. Ni el Imperio Romano cayó por su inmoralidad ni los romanos ocuparon todo su tiempo en dedicarse a los asuntos patrocinados por Eros, pero tampoco fue un tema desatendido o desconocido por ellos.

En general el sexo, como se ha visto en anteriores entregas, fue importante y gozó de la atención de los eruditos y los literatos, ya que era otro aspecto más de la vida cotidiana que debía tenerse en cuenta, pues tenía múltiples aspectos negativos. Una sexualidad sin control traía violaciones, embarazos no deseados –que en condiciones de higiene o cuidados médicos deficientes podía conllevar la muerte de la madre-, infidelidades y la degradación “moral” del varón y la mujer. Para los antiguos romanos tanto el género masculino como el femenino debían ejercer una férreo autocontrol, ese mismo que les había llevado a salir de sus cabañas de pastores y dominar tierras en tres continentes. El hombre podía ser siempre más libre en este aspecto ya que presuntamente poseía más dominio de sí mismo, mientras que la mujer debía permanecer en casa para conservar su “pudicitia”, una suerte de “honor femenino” como lo entenderían algunos.

Salustio se quejaba, en las últimas décadas del siglo I a. C., de las enormes libertades que gozaban las mujeres, pudiendo salir de casa para comprar a su antojo. De hecho las damas de la clase alta podían conseguir esclavos que para satisfacerlas en el lecho al igual que hacían los hombres. Y si antes he mencionado varios aspectos negativos el de las enfermedades no puede pasarse por alto. Bien documentadas en la Antigüedad, pronto aparecieron las patologías propias “del amor”, que al margen de sumir a la persona en profundos estados de ánimo –tanto alegre como depresivo- podían suponer males físicos perfectamente dañinos para el organismo humano. Eran y son las enfermedades “venéreas” o de Venus, la diosa romana del amor.

La prostitución, presente en casi todos los grupos humanos, también se nos muestra en el mundo romano de forma tan clara que no son pocos los comentarios que se hicieron sobre ella. Ejercida por esclavos, libertos y personas libres –de ambos sexos- de las clases más bajas, era en principio un oficio vil y cargado de cierto desprecio por parte de los que se consideraban más moralistas. Cosa curiosa no obstante, personalidades como Catón el Viejo recomendaban sus servicios para los caballeros más jóvenes ya que así “desfogaban” sus apetitos y se centraban en sus quehaceres cívicos, dejando de molestar a las mujeres –casadas o no- que les rodeaban. Gracias a los textos romanos sabemos que la prostitución era muy heterogénea y compleja, con toda una serie de conceptos que nuestro mundo ha heredado. El término de prostitución deriva de “prostitutere” o lo que es lo mismo “exponer a alguien públicamente” por lo que una prostituta o prostituto eran personas “públicas” en el peor sentido de la palabra. El resto de vocablos que resuenan en este aspecto de la sexualidad humana también han sido heredados directamente.

Así, las meretrices eran prostitutas que trabajaban sin intermediarios y las felatoras, por su parte, eran especialistas en “trabajos orales” –relacionándose con la voz “fellatio” o “felación”-. Por muy solicitados que estuvieran sus servicios y por mucho que pudiesen cobrar –había prostitutas de todas clases-, ser tildado con semejante condición era un auténtico insulto como lo suele ser hoy en día. Juvenal, con mucha e hiriente sorna, llegó a sugerir que la esposa de Claudio, la famosa Mesalina, salía por las noches del palacio imperial y se dedicaba a la prostitución en un lupanar (VI, 115-135). Un lugar que debe su nombre a la loba o “lupa” ya que ambos términos se confundían, quizá como recordatorio de lo animal o biológico que tenía el acto sexual. En las ciudades sepultadas del Vesubio se han documentado hasta ahora más prostíbulos –tanto grandes como minúsculos de una sola persona- que panaderías, con frescos que mostraban las especialidades de los profesionales del sexo además de servir para crear un clima adecuado de excitación. Especial mención merecen las “puellae gaditanae” o lo que es lo mismo: “las doncellas de Gadir”, que en múltiples menciones (Marcial, Juvenal y Plinio el Joven) aparecen como extraordinarias bailarinas, cantantes e intérpretes musicales que solían acompañar las veladas más picantes.

Un aspecto muy ignorado pero que resulta de lo más chocante y que ilustra muy bien el carácter de la civilización romana es el de la mitificación erótica de sus grandes figuras “deportivas”. Los conductores de carros, los aurigas, podían llegar a ser estrellas populares con más dinero que el que tenían los propios senadores pero había más. Sus físicos bien cuidados y sus victorias les traían una fama y un encanto que les convertían en auténticos iconos sexuales, al igual que sus compañeros gladiadores –como se refleja en la reciente producción “Espartaco: sangre y arena”-.

Estos últimos, siempre en buena forma física y cubiertos de sangre y sudor, eran un poderoso reclamo para las mujeres, que no dudaban en conceder sus favores a personas que en muchos casos eran esclavos, la condición jurídica más baja concebida por los latinos. Las damas romanas más pudientes podían acudir a las escuelas de los lanistas para, previo pago, disfrutar de las habilidades físicas de los gladiadores. Y es que acudir a los espectáculos era algo excitante en todos los sentidos. Hasta el término “fornicación” proviene de “fornix” o arco, bajo los cuales se solían encontrar prostitutos y prostitutas a la salida del teatro, la arena o el circo y que aprovechaban lo “acalorados” que salían los espectadores como nos recuerda Ovidio en su “Arte de amar”.

Tampoco pasan desapercibidos, para el estudioso de la Antigüedad, los turistas y hasta los curiosos, las copiosas representaciones de penes erectos –en ocasiones alados- que se encuentran en Roma, Pompeya y algunas otras ciudades romanas. La ostentación del órgano masculino “en toda su gloria” tenía varios usos: como señalización –de una casa de citas, por ejemplo- o como símbolo de prosperidad y protección, encontrándose en las entradas de algunas viviendas. La condición itifálica de proporciones desmedidas también era la enseña de Príapo, personaje mitológico que, como una especie de espíritu protector, guardaba las granjas sodomizando a los que se aventuraban a asaltarlas de noche.
http://www.elreservado.es/news/view/262-el-sexo-en-la-historia-seriales-historia/1162-los-iconos-sexuales-de-la-epoca-romana

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