Tras la época romana, cambian los usos sexuales
El sexo pasa del placer a la búsqueda de la prole
Por Ignacio Monzón, 04 de mayo de 2011
Lady Godiva cabalgando desnuda
Parece que la antigüedad, sobre todo si pensamos en el mundo heleno y en el latino, gozó de una sexualidad muy viva que se disfrutó sin tapujos. Realmente, como se ha visto en este serial, son exageraciones, pues todo tenía su momento y su lugar. Desde los primeros tiempos históricos –y hay quién diría en los prehistóricos– era practicada la zoofilia, la necrofilia –de la que hay alguna referencia en el Egipto de los faraones–, los tríos, las orgías y mil y una “perversiones” tal y como se vieron después, pero no siempre se toleraron desde la esfera pública. En el mundo hitita, el egipcio, el heleno y el romano el adulterio se condenaba –no de la misma manera– y existían advertencias acerca de los males que podían acarrear los amores físicos sin control alguno. Pero en los últimos siglos del llamado Bajo Imperio romano un hecho trascendental vino a cambiar la percepción de la sexualidad y su valoración, al menos en el terreno oficial.
En el año 313 el emperador Constantino I proclamaba su famoso “Edicto de Milán” donde se concedía a los cristianos un status teóricamente igual al de las demás religiones. No obstante, su abrazo público a esta nueva religión oriental le dio un carácter de creencia preeminente en todo el Imperio. Finalizando el siglo IV el hispano Teodosio I, poco antes de morir, declaró la doctrina de Cristo como la única legal en todo el mundo romano. Evidentemente la nueva religión alteró en parte la cultura existente.
De forma genérica y un tanto apresurada es común afirmar que el cristianismo demonizó el sexo y todo lo que conllevaba, más no es del todo cierto. Lo que la Iglesia no veía con buenos ojos era una sexualidad sin control –evidentemente según su propia valoración–, algo que también pasaba en las sociedades pre-cristianas. La falta de juicio o de previsión podía generar una crisis demográfica que no podía traer nada nuevo. Antes de la industrialización –y todavía hoy hasta cierto nivel– el equilibrio entre recursos y población, siguiendo la mentalidad maltusiana, era extremadamente delicado.
En un tiempo de fragmentación política, donde la falta de un poder central llevó a recortar fondos y esfuerzos en la organización que permitía el gran sistema de infraestructuras, no eran favorables grandes cambios en su número de habitantes, tanto al alza como a la baja. Además, las condiciones higiénicas y la falta de médicos capacitados podían significar la muerte de los recién nacidos y de la madre. Al margen de los sentimientos personales ambos seres eran también una mano de obra en el campo o la ciudad que no se podían perder. Por ello la autoridad eclesiástica, guardiana de la moral, tuvo que imponer unas normas que, desde su punto de vista, sólo buscaban el bien de la comunidad, tanto en lo físico como en lo espiritual.
El sexo “autorizado” comenzaba con los esponsales “legales” entre el hombre y la mujer cristianos. Con ello se establecía una suerte de contrato en la que la unión se concebía como un mecanismo que legitimaba la unión física y ésta solamente podía darse con la intención de tener descendencia. De esta manera se separaba el concepto casi sagrado de procreación del de la mera fornicación, que era gratuito, destinado solamente a obtener placer. Este reflejo lo encontramos en el Antiguo Testamento (“Génesis”, 38, 9-10) donde Onán se acuesta con la viuda de su hermano para dejarla en cinta, según las obligaciones de su época, pero eyaculando fuera.
Derramar la semilla
Un acto definido como egoísta y condenado por Jehová ya que significaba “derramar” la semilla masculina, perder un líquido que se consideraba harto valioso pues llevaba en él la base de la vida humana. Mientras que realmente era un “coitus interruptus”, una cópula interrumpida que servía de control de la natalidad, se interpretó como una masturbación, generando el término “onanismo” y que por supuesto también fue visto con malos ojos por el poder espiritual. Un ejercicio de egoísmo que solamente podía ser contestado por la divinidad con un castigo. Hasta se llegó a decir por parte de médicos, o personas que decían serlo, que la masturbación producía todo tipo de males, como la ceguera o la sequedad de la médula espinal –siguiendo aquí las ideas de San Isidoro–, argumentándose que era donde se alojaba el semen.
Lógicamente, si el acto sexual no debía encaminarse al placer sino a la búsqueda de prole, muchas de las prácticas y posturas no tenían cabida. La penetración anal, muy bien documentada en la antigüedad como método anticonceptivo, o el sexo oral, eran pecados de lujuria y dado que el dios cristiano era omnisciente y omnipresente, siempre iba a ser castigado. Resulta de lo más irónico que algunos grandes hombres de la Iglesia, como San Alberto Magno (1193-1206), emplearan su valioso tiempo intelectual en teorizar acerca de las posturas entre hombres y mujeres –autorizándose de forma casi unánime la del “misionero”–, las penas por las diferentes prácticas sexuales, o sí era lícito el placer femenino durante la cópula.
Que la mujer disfrutara era siempre un peligro dado que también en los días del Medievo se la consideraba incapaz de controlar sus apetitos. Además, el ejemplo de la Virgen María, madre amantísima que se daba a su familia antes que a sí misma y que llegaba inmaculada al matrimonio, era un referente que se intentaba inculcar a toda costa. Y cuando las damas se confesaban por cuestiones carnales, como recordaba Michel Foucault, siguiendo los manuales sacerdotales el clérigo debía preguntar acerca de las posturas y actos, puesto que la gravedad del pecado y la consiguiente penitencia dependían de ello.
Por supuesto las faltas cometidas por hombres y mujeres en temas sexuales reflejaban de la misma forma la desigualdad de ambos géneros. Si una mujer cometía una infidelidad estando casada era una adúltera y sufría un severo castigo, pudiendo ser azotada públicamente. Por supuesto, cuando la fertilidad femenina se extinguía, fruto de la edad o de la enfermedad, debía apartarse de lo carnal y vivir con su esposo de manera fraternal. Tampoco podía mostrar los encantos de su cuerpo pues incitaba al varón a cometer actos pecaminosos por su culpa.
En la leyenda anglosajona de Lady Godiva (s. XI) la protagonista, para favorecer a su pueblo, tuvo que cabalgar completamente desnuda. Su belleza era enorme pero aún así la vergüenza de ser contemplada era tal que pidió a sus súbditos que se encerraran en sus casas para no contemplarla, algo que hicieron casi todos. No se trataba del pudor natural que pueden sentir lo lectores de estas líneas si se ven en una situación parecida, era algo más profundo que apenas se puede llegar a describir.
De hecho podemos hacernos una ligera idea si pensamos en la escasez de imágenes de hombres y mujeres desnudos a la manera que se plasmaban en el arte clásico. El cuerpo humano incitaba al deseo y la mujer, como hija de Eva, podía llevar al hombre a la perdición con sus encantos físicos y su “maldad natural”. El hombre, en el caso de mantener relaciones extramatrimoniales se había “amancebado”, sufriendo una pena mucho más leve. También es cierto que el adulterio con gentes no cristianas podía suponer la hoguera pues era doblemente pecaminoso.
http://www.elreservado.es/news/view/262-el-sexo-en-la-historia-seriales-historia/1190-el-sexo-pasa-del-placer-a-la-busqueda-de-la-prole
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